Hace unos días me trajeron una lechuga de huerto
de verdad, de esos que ya casi no quedan, de los que no usan pesticidas que
maten bichos ni relavan las cosechas para que las veas brillantes y bonitas.
¿Qué cómo sabía que era de huerto? Por dos razones: la primera porque tenía
mucho barro y la segunda porque venía con un inquilino: un caracol.
Manolito, que así se llamaba, era muy hablador y
de camino al bosque donde decidió mudarse me contó un montón de cosas sobre su
especie. Me contó que hay caracoles de tierra y otros que viven en el mar, pero
que todos ellos tienen una concha con forma de espiral que va creciendo según
van haciéndose más grandes.
Que no tienen patas por lo que andan
arrastrándose sobre su cuerpo, segregando una especie de moco que les ayuda a
deslizarse mejor. Ese moco también lo usan para regular la temperatura, curar
heridas, evitar bacterias y hongos, ahuyentar a insectos peligrosos y cerrar la
puerta de su casa cuando se van a dormir. Manolito me confesó que son un poco
miopes, ven nada más que a un centímetro de ellos y solo perciben luz y masas,
y lo peor es que como tiene los ojos al final de dos tentáculos retráctiles no
pueden usar gafas.
Cuando llegamos al bosque nos intercambiamos las
direcciones, por si alguna vez le apetecía escribirme, nos dimos un abrazo y se
fue despacito despacito, que aunque sus amigos le llamasen "El
rápido" a mi me parecía que andaba muy lento.
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